El pasado viernes 9 de marzo, a las 19,30h, tuvimos una tertulia dentro del ciclo de Tertulias Culturales de Actualidad con Alejandro Navas, profesor de sociología y pensamiento sociológico, en Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra, sobre el tema "Libertad de expresión religiosa en un estado aconfesional". El tema resulto muy interesante.
Por este motivo adjuntamos un texto que nos facilitó el autor (tb en pdf aquí):
ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE LA IGLESIA ANTE EL TERCER MILENIO
"La religión suele tener una notable relevancia social, lo que ha llevado a la sociología a prestarle siempre una especial atención. Y al estudiar sus efectos sociales, lo que la religión hace en y por la sociedad, el análisis sociológico le ha atribuido de modo tradicional una triple función: integración simbólica, control social y estructuración social.
La religión proporciona de modo habitual los símbolos últimos, los que dan sentido a todos los demás y hacen de soporte de la trama institucional. Pero la existencia de ese aparato simbólico-institucional no basta para asegurar el normal desenvolvimiento de la sociedad. Hay que conseguir además que las personas respeten los valores y normas vigentes. La religión se convierte así en una decisiva fuente de legitimación, al convertir los poderes de facto en manifestaciones del recto orden cósmico querido por la divinidad. La obediencia a las normas sociales se interioriza y alimenta el juicio de la conciencia, lo que permite que el control externo ocupe un lugar secundario en el mantenimiento del orden. Es conocido que una sociedad no puede subsistir a la larga si debe apoyarse tan solo en la coacción física. Y, en tercer lugar, la religión también sirve en ocasiones para legitimar estructuras sociales que tienen un origen profano (por ejemplo, el sistema de castas en la India).
Religión y sociedad
A la vista del papel que la religión desempeña o puede desempeñar en la vida social, se entiende fácilmente que sociólogos y políticos se hayan preocupado por asegurar su aportación positiva al buen funcionamiento de la sociedad. El Rousseau del Contrato social condena al ateo “no por impío, sino por asocial”. Voltaire declara que “si Dios no existiera, habría que inventarlo... ¿Qué genio puede con sus creaciones suplir en un instante esa gran idea protectora del orden social y de todas las virtudes sociales?” Comte se declara a favor de la religión, pero en cambio mira a Dios con poca simpatía. Mientras que la positiva función social de la religión merece su aplauso, Dios es más imprevisible y, según él, puede llegar a ser incómodo o incluso nocivo para el orden social. Siempre pueden surgir personas que, al igual que aquellos primeros cristianos, piensen que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”, actitud en la que se contiene un peligroso germen de desorden. Esta consideración funcionalista acaba imponiéndose en la sociología de la religión. Pareto, lúcido y cínico, afirma que para asegurar el armónico funcionamiento de la sociedad hacen falta dos requisitos: gobernantes inteligentes y un pueblo religioso.
Religión y modernidad
Pero estos testimonios tan laudatorios de la función social de la religión no consiguen ocultar cierto patetismo: en el fondo hacen la apología de una realidad que pierde vitalidad y se erosiona a ojos vista. La suerte de la religión tradicional en la modernidad se suele describir con el término de “secularización”. El proceso es prolongado y conocido. Con la crisis que significan la reforma protestante y las guerras de religión, el cristianismo parece demostrar su incapacidad para dar sentido a la vida de los pueblos de la naciente Europa moderna. La política se independizará de la tutela religiosa y no se guiará en adelante más que por la razón de Estado. Parece que otras instancias ocuparán el lugar que deja vacante la religión como inspiradora última de sentido para la existencia de las personas. De entrada es la ciencia la que se arroga esa pretensión: frente al equívoco texto de la Biblia va a proponer el unívoco texto de la naturaleza, escrito en el lenguaje de la matemática, que nos declarará sin confusiones la voluntad de Dios para el mundo. Y cuando se compruebe que las ciencias naturales son incapaces de dar respuesta a los interrogantes decisivos de la vida humana, se recurrirá a las ciencias humanas (Dilthey: “Lo que es el hombre se lo dice la historia”). La racionalidad científica, con el prodigioso desarrollo tecnológico como uno de sus efectos, parece llamada a desalojar por completo del horizonte humano a la religión. En todo caso, permitirá que la religión tradicional sobreviva como algo residual en el ámbito de la vida privada de aquellas personas que no se encuentran a la altura de los tiempos por carecer de la debida educación.
Pero los pronósticos han fallado, al menos en parte. El proceso de secularización no ha conseguido liquidar la religión tradicional. A pesar de la indudable pérdida de sustancia cristiana observable en la cultura de las sociedades occidentales, las masas, ilustrados incluidos, siguen manifestando en público su fe. Ahí están, a título de ejemplo, las muchedumbres millonarias que convoca el Papa por doquier o el creciente influjo de grupos cristianos, no precisamente minoritarios, en la vida pública norteamericana. Y de modo simultáneo se agudiza la conciencia de que el proyecto cultural de la modernidad ha entrado en una crisis tal vez irreversible. El desmoronamiento del marxismo, la variante más progresista y antirreligiosa de la modernidad, es bien sintomático de este nuevo estado de cosas.
La Iglesia Católica en la actual coyuntura histórica
No me detendré aquí en el análisis de este desfallecimiento del proyecto cultural moderno; tampoco me propongo poner de relieve el error de cálculo en que incurrieron los profetas de la secularización. Me limitaré más bien a perfilar con algunos trazos someros el marco de acción que la presente coyuntura ofrece a la Iglesia Católica. Como ya ha quedado apuntado, la situación actual presenta la ambivalencia propia de toda crisis. De una parte, lo cristiano se ha visto desplazado en buena medida de la vida social; pero de otra, y contra todo pronóstico, no ha desaparecido del todo, mostrando una insospechada capacidad de supervivencia. Y además, los que se presentaban como sus sustitutivos –la ciencia, el marxismo, etc.– no han podido cumplir las expectativas depositadas en ellos. El resultado es que el hombre contemporáneo sigue tan huérfano de sentido como sus predecesores.
¿Qué puede o debe hacer la Iglesia en estas condiciones? Ante la indudable disminución de la práctica religiosa entre los que se dicen católicos, y ante el notorio y creciente alejamiento entre lo que podríamos llamar la mentalidad contemporánea y la doctrina católica, la Iglesia podría de entrada sucumbir a dos tentaciones que considero equivocadas:
1. Adaptación a cualquier precio. Sería la continuación de lo que fue el modernismo en el comienzo del siglo XX. Se renuncia a lo específico del mensaje cristiano y se busca la homogeneización con la cultura y el mundo contemporáneos. Como es comprensible, esta asimilación exige tirar por la borda aquellos elementos de la fe que no resultan aceptables para el hombre moderno, tanto del dogma (los llamados elementos “míticos”: encarnación virginal de Jesucristo, los milagros, la resurrección, los sacramentos, etc.) como de la moral (la moral sexual, por ejemplo). La distinción entre creyentes e incrédulos deja de ser relevante: todos estaríamos salvados por igual. En el contexto de una sociedad pluralista como la nuestra, lo católico sería una propuesta más, de carácter primordialmente ético y humanista.
2. Reclusión en el ghetto. Se considera que el mundo moderno está perdido para lo cristiano. El alejamiento ha alcanzado un grado tal, que ese mundo contemporáneo se ha vuelto incluso incapaz de captar el sentido de lo cristiano. Los creyentes no tienen más solución que cerrar filas en su condición de minoría y procurar no contaminarse en ese medio indiferente u hostil.
La vía de la evangelización
Me parece que hay una opción mejor que la disolución de lo cristiano en el Zeitgeist o su enquistamiento en el ghetto: la misión evangelizadora. Hoy como ayer la fe cristiana es un mensaje de salvación que debe ser anunciado a toda la humanidad. Como es obvio, este anuncio sólo es posible en la práctica si los creyentes –Iglesia somos todos, clérigos y laicos– viven convencidos de “haber escogido la mejor parte”, de haber sido objeto de la predilección divina al recibir el don de la fe. Uno sólo puede ganar a otros para un ideal o una causa si está convencido de que su propuesta es verdadera, buena –es decir, fuente de salvación– y bella, o lo que es lo mismo, fuente de alegría y felicidad. La belleza de la Iglesia no resplandece sobre todo en la solemnidad de la liturgia o en la historia del arte, sino en la vida de los santos. Verdad, bien y belleza son, ya desde Platón, atributos clásicos de Dios.
La evangelización es consustancial a la condición cristiana: la Iglesia traicionaría su identidad si renunciara a la dimensión misionera. Esta tarea, que nunca cesará, pues hay que anunciar la fe a cada nueva generación, es hoy más urgente si cabe, pues la ausencia de Dios es tal vez el problema central de nuestro tiempo. Lo que se espera hoy de la Iglesia es que hable a los hombres de Dios y de la vida eterna a la que están llamados. Es claro que además de decirnos algo –que pretende ser verdadero– acerca de nuestra condición y destino último, la fe cristiana se prolonga en una moral: ser discípulo de Cristo implica un determinado modo de comportarse.
La ética cristiana ha sido durante siglos uno de los elementos constitutivos de la cultura y la identidad europeas. No está claro que ese elemento siga siendo hoy tan operativo como lo fue en el pasado. En una situación de crisis y desorientación como la que atravesamos, crece la demanda de valores y normas para la orientación de las conductas. Nos damos cuenta de que, dejadas a su natural espontaneidad, la economía y la política pueden llegar a ser inhumanas. Y como es evidente que la democracia representativa y el libre mercado se apoyan sobre valores que ellos mismos no pueden garantizar con planteamientos meramente políticos y económicos, la ética –también la cristiana– es invitada a proporcionar esas pautas sin las que la corrupción podría llegar a campar a sus anchas.
La ética vive una coyuntura alcista; las cátedras se multiplican en las universidades, al igual que los comités deontológicos en los diversos ámbitos profesionales. Los creyentes tienen mucho que aportar a este respecto, pero la contribución de la Iglesia no puede quedar limitada al suministro de la fundamentación de comportamientos correctos. Si un creyente actúa conforme a las exigencias de la fe, se portará de una manera que, además de agradar a Dios, ayudará a la edificación de una sociedad más justa y más humana. Pero la misión de la Iglesia no es asegurar el buen funcionamiento de la sociedad ni salvar el mundo, sino llevar a las personas al cielo, a la unión con Dios.
La Iglesia es mucho más que una cualificada empresa de servicios asistenciales o de beneficencia, aun siendo muy estimable lo que hace en este campo. No hay que esperar a resolver los problemas políticos, sociales o económicos para hablar luego de Dios. Una fe cristiana reducida a simple moralismo acabaría ahuyentando a los fieles y perdería todo el interés. Si es verdad que Dios existe, y con Él el mundo sobrenatural, lo decisivo no es la contribución que la fe en Él puede significar para el orden social (perspectiva funcionalista), sino lo que el hombre debe hacer por su Creador –entre otras cosas, por supuesto, contribuir a una ordenación justa de la sociedad–. La vida religiosa entraña una imprescindible dimensión social, pero desde la óptica cristiana hay que decir que la persona humana no se agota en su existencia social, sino que la trasciende.
Diálogo
No puedo detenerme a caracterizar con detalle cómo podría desarrollarse hoy esa evangelización. De lo dicho hasta ahora, pueden deducirse algunas orientaciones. Dada la irreversible condición pluralista de nuestra cultura, la evangelización hoy no puede adoptar más que la forma del diálogo. Los creyentes vivimos instalados en la certeza de tener la Verdad, que es Cristo –o mejor, de ser tenidos por ella–. A la vez, sabemos que aunque se difunde a través de la palabra (fides ex auditu), la fe es un regalo que Dios da a quien quiere. Lo que nos corresponde es ayudar a los hombres para que, en su caso, sean capaces de acoger ese don, tarea que debe realizarse sin arrogancia pero también sin complejo de inferioridad: tenemos algo verdadero, valioso y bello que ofrecer a los demás.
Esta misión no es exclusiva de los clérigos. Uno de los logros que más ha enriquecido la vida de la Iglesia en el siglo XX es el redescubrimiento de la vocación apostólica que se extiende a todos los fieles y que se fundamenta en el bautismo. Todos los laicos sin excepción están llamados a colaborar en la difusión de la vida cristiana mediante su testimonio y su palabra, alimentados en la oración y los sacramentos.
San Josemaría Escrivá fue un pionero en la Iglesia al dar a conocer este mensaje, que Dios le hizo ver el 2 de octubre de 1928 al inspirarle la fundación del Opus Dei. Algunos decenios más tarde, el Concilio Vaticano II lo incorporó a su magisterio solemne, y Juan Pablo II, que planteó su pontificado como la realización de las exigencias conciliares, lo reiteró en continuas ocasiones; la más reciente –de las significativas- en la carta apostólica Novo Millennio Ineunte.
El potencial evangelizador que implica esta movilización permite encarar este nuevo milenio con cierto optimismo. De todos modos, sólo Dios es el Señor de la historia: no sabemos cuál será el resultado de nuestro esfuerzo. Lo que nos corresponde, como a los siervos inútiles del Evangelio, es emplear nuestros talentos en preparar el lugar para que el Señor lo encuentre dispuesto cuando decida venir". Alejandro Navas